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  El señor de los perros. No recuerdo cuando empezó esta loca manía de despertar en las madrugadas, casi siempre entre las tres y cuatro de la mañana, prepararme una taza de café, salir al balcón que da a una calle quieta, dormida a esa hora, después de todo, mi pueblo permanece anclado en sus costumbres, y es uno  de  esos que si duermen por las noches. Con el café en la mano y en mis sentidos me da por buscar esas estrellas quietas, que en el cielo también parecen sufrir insomnio, a veces es la luna, la que me toma un sorbo de café y me regala una caricia en el pelo revuelto, en otras ocasiones es la lluvia, la que me explica con gotas pausadas, porque prefiere llegar amparada en las tinieblas hasta mi balcón, con esa bien desarrollada obsesión de ladrona, a robarme el sueño. Lo peor es cuando al fondo de la calle aparece ‘’el señor de los perros’’ siempre enfundado en un largo impermeable amarillo, como si temiera una inesperada tempestad, aunque el cielo estrellado le diga que eso
Macedonio. Los ojos del enfermo músico  se posaron sobre el violín que colgado en la descolorida pared,   poco a poco se llenaba de polvo, ese polvo aparentemente inofensivo, pero lleno de tragedia  que acostumbra atacar sin compasión a todo lo que se abandona o se descuida. En la entrada de la humilde habitación, apenas cubierta por una cortina blanca a falta de puerta,   apareció Petronila, la mujer de Macedonio, en su mano izquierda llevaba un plato hondo con sopa humeante y de la cual se desprendía un sabroso aroma, y en la mano derecha una servilleta de tela con tortillas recién hechas. -Te traje algo pa’ que comas Macedonio, no has comido nada en todo el santo día-. La cara de Macedonio no acusó ninguna reacción a las palabras de la mujer ni al plato de comida. -¿Por qué no está mi violín en su estuche? -Ay Macedonio lo tuve que vender ya no teníamos  ni un peso pa’ las tortillas y todavía debemos la renta de este mes. Al mismo tiempo que acercaba una s

Bolitas de chocolate.

Dicen que todos tenemos un ángel de la guarda, pero hay seres especiales que tienen dos. La pequeña Dafne era uno de esos. Tenía unos seis o siete años de edad, y una sonrisa encantadora, su cabello rubio y ensortijado brillaba como el sol del medio dìa y la hacìa resaltar en cualquier lugar a donde llegaba, su hermosa carita  era un imán natural para las miradas. ¡Bolitas de chocolate!  ¡Bolitas de chocolate! Pregonaba sin parar entre la abarrotada sala de espera de aquella terminal de autobuses, en sus manos  llevaba una bandeja con olorosas bolitas de chocolate y anís,  envueltas en papel celofán y amarradas  con listones de colores, en su carita una brillante sonrisa capaz de derretir una estatua de granito. El chocolate era sin duda excelente, las manos de  Margarita, la vieja negra  hacían  magia con el cacao que  nacìa igual que ella en aquella prodigiosa tierra de hechizo y encanto, pero eran la gracia y el carisma ilimitados de la pequeña Dafne la que lograban el èx

La fotografía.

La   fotografía. La plaza de esa ciudad extraña    saludó   a Joel con mucho afecto, como si le conociera   desde siempre, sus olores   adornados con cotidianidad - para que   no los identificara, o quizás porque ya se les había olvidado su propia esencia-   le abrazaban con entusiasmo, los recuerdos   de gente que ya se había ido le guiñaban sus ojos de hojas   secas,   desde cualquier rincón, sus árboles   antiguos y retorcidos intentaban tomar su   mano al paso con sus   ramas musgosas. Había manejado por horas   para llegar hasta ese pueblo fantasma, ahora los grises edificios le rodeaban   mientras le susurraban la ingratitud de aquellos que les dieron forma y razón de ser y después en unas   pocas semanas   les habían abandonado sin piedad. A Joel   la nostalgia por lo desconocido le exigía   respuestas, y   él   quería   hallarlas para ofrendárselas;   el sol que se iba   le lanzó   su última mirada llena de fastidio. Sus   pasos por la empedrada   avenida   principal

Encuentro.

Era una  de esas tardes lluviosas y frías que solo te hacen  pensar en una taza de café, no era una lluvia fuerte, pero si constante, de esas que al principio intentas ignorar, y al momento siguiente te tienen empapado; mis ojos buscaron con ansiedad por  alguna cafetería, las estrechas calles de aquella vieja ciudad estadounidense lucían más grises y tristes que de costumbre, algunas luces del alumbrado público se empezaban a prender, la noche y la lluvia  poseían poco a poco las viejas edificaciones, y los pocos transeúntes que se podían ver en las aceras, buscaban el refugio de algún bar o cafetería al igual que lo hacía yo, la tarde se resistía a morir del  todo y con los últimos rayos de un sol malhumorado de invierno, todavía delataba algunas negras y espesas nubes, que como gigantescas aves prehistóricas sobrevolaban la inerme y apabullada ciudad, las luces de algunos autos que circulaban las mojadas calles intentaban sin mucho éxito combatir las tinieblas