El señor de los perros.

No recuerdo cuando empezó esta loca manía de despertar en las madrugadas, casi siempre entre las tres y cuatro de la mañana, prepararme una taza de café, salir al balcón que da a una calle quieta, dormida a esa hora, después de todo, mi pueblo permanece anclado en sus costumbres, y es uno  de  esos que si duermen por las noches.

Con el café en la mano y en mis sentidos me da por buscar esas estrellas quietas, que en el cielo también parecen sufrir insomnio, a veces es la luna, la que me toma un sorbo de café y me regala una caricia en el pelo revuelto, en otras ocasiones es la lluvia, la que me explica con gotas pausadas, porque prefiere llegar amparada en las tinieblas hasta mi balcón, con esa bien desarrollada obsesión de ladrona, a robarme el sueño.

Lo peor es cuando al fondo de la calle aparece ‘’el señor de los perros’’ siempre enfundado en un largo impermeable amarillo, como si temiera una inesperada tempestad, aunque el cielo estrellado le diga que eso no es posible, camina despacio con sus pasos lastimeros de anciano, por el centro de la calle, arrastrando el peso de muchos años de maldad, a su encuentro salen  los perros callejeros, se le unen  todos adormilados, sin gruñir ni ladrar, solo le siguen mansos, como corderos, caen en una especie de encantamiento que los vuelve zombis de la madrugada, nunca se adelantan a él, siempre marchan un par de pasos atrás, si el hombre se detiene ellos también lo hacen, el viejo  suele detenerse  frente a mi balcón, desde el centro de la calle, voltea hacia mi casa, como presintiendo que tres pisos arriba yo también le observo, solo las figuras, ni a él ni a mí se nos puede ver el rostro, solo nuestras presencias, el apenas perceptible parpadeo de las estrellas y el expectante silencio de la madrugada, ambos estamos en la penumbra, ambos nos desconocemos, solo nos presentimos.

En las noches de luna llena, ésta siempre se oculta tras nubes salidas de algún inesperado rincón del cielo, a ella no le gusta ser testigo de las caminatas nocturnas del taciturno anciano.

El señor de los perros es más viejo que el pueblo mismo, su choza ya existía en medio del bosque que un día fue, lo que hoy es  la mediana ciudad que  no ha  parado  de crecer, antes solo era una choza solitaria con un solo habitante, a la orilla de un camino transitado sólo por arrieros, hoy han desaparecido, arrieros y camino, él sigue siendo el mismo, todos le conocen y todos le temen, ricos y pobres.

Dicen que es brujo, el más poderoso de la región.

Su maloliente y  tétrica choza está rodeada de árboles viejos y retorcidos, en el mismo lugar de siempre, aunque el crecido pueblo  ya la rodea por todos lados, el bosquecillo y su choza se encapsularon en el tiempo y son lo mismo que hace más de cien años, la verdad es que nadie en el pueblo sabría decir qué  edad tiene el brujo, nomás saben que es malo y lo visitan los malos, en el día¸ los que buscan hechizos para dañar a sus enemigos, o encantamientos para amarrar a los que aman, en la noche los que no caminan sobre el suelo y hacen posible todas sus brujerías.

Antes de que yo naciera, algunos recién nacidos se perdían de sus cunas en las noches, a veces hasta en el día, por eso el señor de los perros estuvo a punto de ser linchado por el pueblo, todos le culparon  a él.

 Mi abuelo era joven, apenas había nacido mi papá y mi tía Eufemia, pero ya era el comandante de la policía, le tocó a él rescatar al brujo de las manos de la muchedumbre enardecida que ya se preparaba para colgar y quemar al presunto culpable, a mi familia tampoco le caía bien, pero mi abuelo era amante de la justicia, y sin pruebas no podía ni acusar al viejo indio que sin mostrar miedo o arrepentimiento alguno, no dejaba de maldecir a la chusma que igual le insultaba sin parar.

Tras rescatarlo y dispersar al gentío, mi abuelo se encerró con él  no tan viejo brujo y le advirtió:

 -¡Desaparece un nene más y yo mismo te cuelgo y te quemo maldito engendro de satanás!-

-Ja, tú no puedes matarme José, el que me mate no ha nacido todavía.

Con el dorso  de la mano izquierda se limpió el sudor y la sangre  que corrían por su frente como ríos desbordados, no era por miedo, atestiguaban los policías que acompañaban a mi abuelo que el brujo nunca tuvo miedo, tal vez ese sudor solo era por el calor de la noche y las llamas de las antorchas de los pobladores que lo sacaron a rastras y a golpes de su choza.

-Pues mira bien Cornelio, si un solo nene se pierde otra vez, te voy a meter las seis balas de mi Colt 44, luego te cuelgo y te quemo cabrón-

Contaron los policías algunos días después; que cuando el brujo vio la pistola, empezó a temblar y cayó de rodillas.

-¡Esa arma José!-

De pronto toda la arrogancia y desafiante altanería del brujo cedió, sus ojos abiertos al máximo no se despegaban  del revólver que amenazante sostenía mi abuelo en su mano derecha.

-Esa arma José vomitará mi muerte, me liberará de mis oscuridades, me mandará con el señor del mundo, pero no serás tú el que la dispare…-

Hincado y limpiándose del rostro el sudor que de repente se incrementaba de forma desmedida y le empapaba todo el escuálido cuerpo, el cual ahora temblaba sin parar, el aterrado sujeto continúo.

-José, alguien de tu sangre cortará mis días de esta tierra que es mía, lo hará con esa pistola, yo lo voy a buscar cuando llegue ese tiempo.

De rodillas y con la cabeza inclinada el hombre se humillaba por primera vez, mientras sollozaba sin control, el silencio se asomaba por fin a esa lejana noche, solo interrumpido en momentos, por el lloriqueo un tanto molesto del brujo, que acababa de vislumbrar su fin en algún momento del futuro lejano.

-El señor del mundo, el señor de esta oscuridad me lo acaba de decir José, también dice que un nahual está robando los niños, no te preocupes, mañana el señor del agua y de las   tormentas vendrá, yo me convertiré en un rayo y voy a matar ese nahual…

En total desconcierto mi abuelo y sus policías saldrían de aquella cabaña casi destruida por la turba desesperada.

Al día siguiente una furiosa tormenta azotaría el pueblo y los montes cercanos, justo al inicio de la tarde, tal como lo había predicho el brujo, los rayos se abatían con fiereza en los montes cercanos, como buscando saldar afrentas y atrocidades cometidas.

Junto a la noche llegaría la calma y el aroma de los montes cercanos susurraba buenas noticias, el terror de las familias por perder a sus hijos no volvería jamás, pero la profecía de una muerte quedaría pendiente por mucho tiempo.

Una tormenta larga y devastadora también inundó los últimos  cinco días de diciembre, el mes que nací, frente a la casa, en una calle invadida por las corrientes que parecían querer arrastrar a Cornelio el brujo y su manada de perros,que indiferentes a todo, permanecieron de pie bajo la intensa lluvia por días enteros, en mi cuna, mi abuela y sus crucifijos y rezos hacían guardia permanente, en el balcón mi padre y mi abuelo con sus armas listas no perdían de vista al misterioso brujo, nada pasó; crecí y me fui del pueblo por mucho tiempo. ahora he vuelto, sin saber porqué, pero he vuelto.

De vez  en cuando el señor de los perros y sus mascotas callejeras, envueltas en tristezas largas llegan hasta el frente del balcón y levantan la cara a las alturas, hasta donde  el último habitante de aquella vieja casona bebe café en las madrugadas, el brujo sabe que  ha regresado hace poco, que  es el último de los Aristizabal, en el pueblo ya no queda nadie con su apellido, por eso  aún débil y cansado él espera con ansiedad, se realice la profecía.

 La casa es grande, pero habitada solo por mí, sus habitaciones languidecen sin calor humano, pero  en el salón de armas hay desde espadas y arcabuces de la conquista, hasta modernos AK-47 y AR-15 pasando por rifles 30-30 de la revolución mexicana, por generaciones mi familia ha usado armas y ha causado muertes, justas e injustas, soy la generación de paz, soy un ciudadano del siglo XXI, pero en aquella variedad de armas de todos los siglos, un revolver Colt Army, calibre 44, de mediados del siglo XIX llama de manera poderosa mi atención, cada vez que desde la calle un viejo rodeado de perros cabizbajos y callados, insulta mi familia y mi apellido y me lanza amenazas de muerte y maldiciones.

Creo que una noche de estas, la tormenta que acabó con un nahual hace mucho tiempo volverá a volcarse sobre mi pueblo, intentando lavar la maldad, con la misma furia de antes, y otro ente de la oscuridad se irá, un rayo que ya no truena tanto, un anciano que ya no quiere vivir, uno que  busca desesperadamente se cumpla la promesa o amenaza que le hiciera su señor hace mucho tiempo, antes que yo naciera.

Pablo Velásquez.


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