Ignorando la vida.
Cuantas veces la vida toco a su puerta? Sería imposible enumerarlas, pero ella siempre la ignoro, con
una sonrisa sarcástica dejo que esta siempre se fuera, a veces con paso triste, a veces con la cara
levantada y con mucha dignidad, aunque la vida casi siempre volvía, día tras día, pero Jennifer nunca le abría, nunca le daba una oportunidad, ni siquiera unas cuantas palabras, nada.
Un día que apenas nacía, emergiendo suavemente desde el lago siempre calmado que se acoplaba al
contorno de la olvidada finca, el café le supo diferente, el hambre se le había ahuyentado con un
inexplicable y desconocido hastió, el amanecer que se deslizaba por las aguas y por las playas siempre solas, le pareció exageradamente aburrido.
Con un brío que ella misma desconocía se metió bajo la regadera, y dejo que el agua tibia recorriera su bellísimo cuerpo, la espuma fragante y lasciva jugueteó con su siempre imponente cabellera, por algún tiempo se olvidó de todo, sus manos jugaron un poco con sus propias sensaciones y sus ojos entrecerrados por fuertes oleadas de placer solo se abrieron para buscar el nuevo día que ya afuera brillaba con pasión.
Con el pelo aun húmedo, con la piel olorosa y con el alma enfebrecida quiso salir a buscar la vida, si, esa misma que muchas veces le había ido a buscar hasta aquella finca olvidada, escondida en medio de la nada, solo abrazada de día y de noche por el inmemorable lago verde oscuro que guardaba todos los secretos que tal vez nunca pasaron, y que se quedaron con ganas de ser.
La mujer nueva, extendió decidida la mano para girar el picaporte de la puerta y abrirse paso al mundo en busca de la vida, pero como si fuera una broma este se volvió transparente e intangible, su mano se perdió en la nada y la puerta no se abrió.
Con el pánico mordiéndole el corazón y tras intentarlo varias veces corrió hacia las ventanas que
cubiertas por oscuras cortinas ni siquiera le permitieron mirar como casi siempre el tranquilo lago que
ya se empapaba de sol, las ventanas también se habían vuelto infranqueables, después el teléfono, el
mango del cuchillo, la pesada olla que se posaba sobre la estufa, y hasta las sillas del comedor, todo
absolutamente se volvía imposible de sujetar por sus manos, incapaz de soportar más se abalanzo
sobre el que siempre fue el mullido sofá de la sala, y tampoco pudo sentirlo, lo más cercano que tuvo a una sensación, fue la idea de que flotaba de manera horizontal a centímetros del sofá, parecía que la
fuerza de gravedad ya no tuviera ninguna influencia sobre ella.
Desde hacía algunos años que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico, ella había
abandonado todo para recluirse en aquella finca, solo ella y sus libros, ella y su amargura, ella y sus
recuerdos, la vieja casona le decía tantas historias de su infancia, lo mismo que los retratos y fotografías que se anidaban en sus grises paredes como pajarracos negros de mal agüero, e insectos traídos de tiempos lejanos.
Una o dos veces por mes viajaba hasta San Francisco, la ciudad más cercana solo a comprar comida y alguna otra cosa que necesitara, había sido hija única y sus padres le habían dejado suficiente dinero como para no tener que preocuparse por nada el resto de su vida, lo que no le habían dejado eran ganas de vivir...
Ahora que sus ojos recorrían con avidez la envejecida y casi podrida madera del techo, las oscuras y
pesadas cortinas de las ventanas y hasta la descolorida escalera que daba acceso a las habitaciones de arriba y que casi no conocía por completo con excepción de su propia recámara, como una corriente sin control de una crecida repentina de rio alimentado por una inesperada tormenta, las ganas de vivir le llegaban a cada poro de su piel, a cada cabello, a cada átomo de su ser.
Quiso pensar que todo era una pesadilla, si, seguramente estaba dormida y pronto despertaría, viajaría
hasta su departamento en la ciudad, se encargaría personalmente de sus negocios, le haría una llamada a Bryan, el chico que siempre mostró interés por ella y viviría la vida, se agarraría fuertemente de la mano de esa misma vida que todos los días le tocara la puerta, y que ella estúpidamente había ignorado una y otra vez, intentaría reír todo el tiempo, aunque ya se le había olvidado como, pero seguramente recordaría como reír, y como gozar las empapadas de una lluvia inesperada una tarde cualquiera, o una noche de juerga terminada en los brazos de Bryan y embriagada por su aliento de hombre apasionado, seguramente despertaría en cualquier instante, fue la lectura intrigante de aquella novela de su autor favorito la que no le permitió darse cuenta en qué momento se había quedado dormida, debió haber sido ya muy avanzada la madrugada, probablemente casi al amanecer.
Una de las cortinas estaba un poco corrida y desde allí podía atisbar hacia afuera, el sendero que
serpenteante y misterioso se deslizaba desde la orilla del lago pasando por el desvencijado cobertizo
que improvisara como garaje para su reluciente jeep y hasta la misma puerta de la vieja casona.
El día avanzó inexorable, por el cielo azul claro y por el impávido lago, por las montañas que se recortaban en la lejanía y por las rocas sin color que formaban la pequeña isleta que en algún momento en el tiempo se atrevió a interrumpir la continuidad del lago, y que ahora se llenaba de nidos de pájaros escandalosos e inquietos.
Después llego la tarde lenta y perezosa, como sin ganas de irse y dejarle paso a la noche, y era tan perezosa que no hizo caso ni al viento fresco que indiferente jugueteó un poco con el agua de la superficie del lago, formando olas que llevaba a estrellar contra las rocas de la isleta causando alboroto y pánico entre los alados habitantes de la misma, que salpicados y espantados sobrevolaban las olas en busca de algún pececillo despistado que sirviera de cena a los pichones que modorros ignoraban el mundo también.
Pero la tarde se tuvo que ir, y unas estrellas coquetas en medio del cielo oscuro fueron el preámbulo de la noche, los pájaros se fueron a sus nidos, el lago se quedó callado, la noche entera se acurrucó entre silenciosa y tímida, parte en el agua y parte en los bosques que custodiaban la orilla opuesta.
La casa entera se llenó de silencio, como casi siempre estaba, ella no sentía nada, ni hambre ni sed, ni
frio ni calor, solo una desesperación intensa que le corría por todo su ser, como una descarga eléctrica
que le quemaba el alma misma.
Dejo de moverse pues ya no sentía nada, ni siquiera el piso alfombrado que muchas veces soporto sus
trémulos pasos, siempre acompañada de su inseparable soledad, afuera la noche empezó pintando
todo de un negro intenso, y ahora devoraba todo intento de forma y color por completo, y solo
respetaba el incansable rumor del lago, que algo le cuchicheaba al monte cercano y a la vieja casona,
que como una indeseada intrusa un día apareciera un poco más allá de las riveras.
Ni la noche ni el día, ni sus respectivas y aburridas horas regalaban algún cambio o transformación al
paisaje que acogía la casa de Jennifer, y una de aquellas noches de espera continua, ni la débil luz que alumbraba su estudio se vio, la casa entera también se llenó de oscuridad.
Por fin, una de las pocas huellas de actividad humana se había extinguido de aquel conjunto de soledades.
Jennifer abrigó en algún lugar de su atemorizada alma la esperanza que como una débil llama también se extinguía, de que en cualquier hora del día que una vez más renacía en las entrañas del lago, la vida volvería a tocar su puerta, y esta vez saldría presurosa a su encuentro, se aferraría a su tibia mano y estaría feliz de irse con ella, pero el sol salió por completo con su cara amarilla a darle color y vida a todo, como siempre, menos a ella, y los malditos pájaros volvían a hacer su fiesta de vuelos zigzagueantes y de chillidos escandalosos, las olas lamerían la pasividad de la eternamente dormida playa, como todos los días, como algunas noches también, algunos cangrejos salieron a inspeccionar las rocas de la orilla y su innata curiosidad los convirtieron en el almuerzo de un solitario coyote que ajeno a todo solo seguía su instinto de vida, si esa misma vida que Jennifer ignorara.
Ese día también se fue y otra noche vino, y así se sucedieron unos a otros sin provocar ningún cambio substancial a nada, hasta que llego el otoño, y mientras algunos árboles perdían sus hojas y sus nidos, otros solo las pintaban de un rojo intenso con tonos purpuras, los pájaros emigraron hacia el sur buscando las caricias de un sol que también se marchaba, después llego el invierno bárbaro a terminar con casi cualquier intento de vida, bañó de nieve blanca y de una pasmosa quietud lo poco que quedaba de aquel paisaje, y la vida ya nunca volvió, ahora si se había olvidado de tocar aquella muda y desolada puerta que amenazaba con permanecer cerrada por mucho tiempo, cuánto? Era imposible adivinar eso, tal vez estaría muy emparentado con la altiva eternidad.
Adentro Jennifer se había dado cuenta de su error, pero no sabía cómo lamentarse, repararlo era
imposible, como tampoco supo cómo reparar la vieja chimenea de su espaciosa sala, que solo quemo
soledad y aburrimiento, y en vez de generar calor y luz, solo inspiro indiferencia y frio, encima de la
estéril chimenea un hermoso y misterioso reloj, se quedaba sin saber que decían las horas, las cuales
nunca corrieron por él, la moderna y práctica cafetera dejo de impregnar la sala y la cocina con su
agradable aroma, la estufa dejo de rezar su azul plegaria que acostumbraba ciertas horas del día, y
mientras Jennifer se entretenía en conocer las otras siete habitaciones de la planta superior de su ahora eterna prisión, en revisar a detalle cada rasgo de las viejas fotografías y cuadros que adornaban las grises paredes que ya se poblaban de telarañas y recuerdos que ya a nadie le importarían, y en contar una y otra vez los peldaños de la escalera en caracol que subía o bajaba, afuera un jeep de modelo reciente se enmohecía sin remedio, y en la cercana y privada marina un excitante bote, se convertía en juguete preferido de las olas, y del viento, que implacables lo zarandeaban cada atardecer y cada noche.
el solitario coyote que siempre merodeaba la playa, y que desde lejos atisbaba la construcción humana, poco a poco fue perdiendo respeto por la misma, ahora osadamente buscaba la forma de penetrarla y explorarla.
Jennifer comprendió que la vida ya no volvería, y ella tampoco quería ir a ningún lado, hacía mucho
tiempo que había decidido habitar aquel espacio del mundo material, y ahora, aunque ella desconocía
su actual condición, también se quedaría, siempre fue amiga íntima de la soledad y ahora también lo
seria de la eternidad.
Pasaría mucho tiempo más antes de que la vida se presentara hasta la puerta olvidada y quizá ya un
poco destruida, pero una extraña sensación proveniente del interior de la semidestruida edificación, la
haría alejarse a prisa, para ya nunca más volver.
Y así hasta la eternidad Jennifer ignoro la vida.
una sonrisa sarcástica dejo que esta siempre se fuera, a veces con paso triste, a veces con la cara
levantada y con mucha dignidad, aunque la vida casi siempre volvía, día tras día, pero Jennifer nunca le abría, nunca le daba una oportunidad, ni siquiera unas cuantas palabras, nada.
Un día que apenas nacía, emergiendo suavemente desde el lago siempre calmado que se acoplaba al
contorno de la olvidada finca, el café le supo diferente, el hambre se le había ahuyentado con un
inexplicable y desconocido hastió, el amanecer que se deslizaba por las aguas y por las playas siempre solas, le pareció exageradamente aburrido.
Con un brío que ella misma desconocía se metió bajo la regadera, y dejo que el agua tibia recorriera su bellísimo cuerpo, la espuma fragante y lasciva jugueteó con su siempre imponente cabellera, por algún tiempo se olvidó de todo, sus manos jugaron un poco con sus propias sensaciones y sus ojos entrecerrados por fuertes oleadas de placer solo se abrieron para buscar el nuevo día que ya afuera brillaba con pasión.
Con el pelo aun húmedo, con la piel olorosa y con el alma enfebrecida quiso salir a buscar la vida, si, esa misma que muchas veces le había ido a buscar hasta aquella finca olvidada, escondida en medio de la nada, solo abrazada de día y de noche por el inmemorable lago verde oscuro que guardaba todos los secretos que tal vez nunca pasaron, y que se quedaron con ganas de ser.
La mujer nueva, extendió decidida la mano para girar el picaporte de la puerta y abrirse paso al mundo en busca de la vida, pero como si fuera una broma este se volvió transparente e intangible, su mano se perdió en la nada y la puerta no se abrió.
Con el pánico mordiéndole el corazón y tras intentarlo varias veces corrió hacia las ventanas que
cubiertas por oscuras cortinas ni siquiera le permitieron mirar como casi siempre el tranquilo lago que
ya se empapaba de sol, las ventanas también se habían vuelto infranqueables, después el teléfono, el
mango del cuchillo, la pesada olla que se posaba sobre la estufa, y hasta las sillas del comedor, todo
absolutamente se volvía imposible de sujetar por sus manos, incapaz de soportar más se abalanzo
sobre el que siempre fue el mullido sofá de la sala, y tampoco pudo sentirlo, lo más cercano que tuvo a una sensación, fue la idea de que flotaba de manera horizontal a centímetros del sofá, parecía que la
fuerza de gravedad ya no tuviera ninguna influencia sobre ella.
Desde hacía algunos años que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico, ella había
abandonado todo para recluirse en aquella finca, solo ella y sus libros, ella y su amargura, ella y sus
recuerdos, la vieja casona le decía tantas historias de su infancia, lo mismo que los retratos y fotografías que se anidaban en sus grises paredes como pajarracos negros de mal agüero, e insectos traídos de tiempos lejanos.
Una o dos veces por mes viajaba hasta San Francisco, la ciudad más cercana solo a comprar comida y alguna otra cosa que necesitara, había sido hija única y sus padres le habían dejado suficiente dinero como para no tener que preocuparse por nada el resto de su vida, lo que no le habían dejado eran ganas de vivir...
Ahora que sus ojos recorrían con avidez la envejecida y casi podrida madera del techo, las oscuras y
pesadas cortinas de las ventanas y hasta la descolorida escalera que daba acceso a las habitaciones de arriba y que casi no conocía por completo con excepción de su propia recámara, como una corriente sin control de una crecida repentina de rio alimentado por una inesperada tormenta, las ganas de vivir le llegaban a cada poro de su piel, a cada cabello, a cada átomo de su ser.
Quiso pensar que todo era una pesadilla, si, seguramente estaba dormida y pronto despertaría, viajaría
hasta su departamento en la ciudad, se encargaría personalmente de sus negocios, le haría una llamada a Bryan, el chico que siempre mostró interés por ella y viviría la vida, se agarraría fuertemente de la mano de esa misma vida que todos los días le tocara la puerta, y que ella estúpidamente había ignorado una y otra vez, intentaría reír todo el tiempo, aunque ya se le había olvidado como, pero seguramente recordaría como reír, y como gozar las empapadas de una lluvia inesperada una tarde cualquiera, o una noche de juerga terminada en los brazos de Bryan y embriagada por su aliento de hombre apasionado, seguramente despertaría en cualquier instante, fue la lectura intrigante de aquella novela de su autor favorito la que no le permitió darse cuenta en qué momento se había quedado dormida, debió haber sido ya muy avanzada la madrugada, probablemente casi al amanecer.
Una de las cortinas estaba un poco corrida y desde allí podía atisbar hacia afuera, el sendero que
serpenteante y misterioso se deslizaba desde la orilla del lago pasando por el desvencijado cobertizo
que improvisara como garaje para su reluciente jeep y hasta la misma puerta de la vieja casona.
El día avanzó inexorable, por el cielo azul claro y por el impávido lago, por las montañas que se recortaban en la lejanía y por las rocas sin color que formaban la pequeña isleta que en algún momento en el tiempo se atrevió a interrumpir la continuidad del lago, y que ahora se llenaba de nidos de pájaros escandalosos e inquietos.
Después llego la tarde lenta y perezosa, como sin ganas de irse y dejarle paso a la noche, y era tan perezosa que no hizo caso ni al viento fresco que indiferente jugueteó un poco con el agua de la superficie del lago, formando olas que llevaba a estrellar contra las rocas de la isleta causando alboroto y pánico entre los alados habitantes de la misma, que salpicados y espantados sobrevolaban las olas en busca de algún pececillo despistado que sirviera de cena a los pichones que modorros ignoraban el mundo también.
Pero la tarde se tuvo que ir, y unas estrellas coquetas en medio del cielo oscuro fueron el preámbulo de la noche, los pájaros se fueron a sus nidos, el lago se quedó callado, la noche entera se acurrucó entre silenciosa y tímida, parte en el agua y parte en los bosques que custodiaban la orilla opuesta.
La casa entera se llenó de silencio, como casi siempre estaba, ella no sentía nada, ni hambre ni sed, ni
frio ni calor, solo una desesperación intensa que le corría por todo su ser, como una descarga eléctrica
que le quemaba el alma misma.
Dejo de moverse pues ya no sentía nada, ni siquiera el piso alfombrado que muchas veces soporto sus
trémulos pasos, siempre acompañada de su inseparable soledad, afuera la noche empezó pintando
todo de un negro intenso, y ahora devoraba todo intento de forma y color por completo, y solo
respetaba el incansable rumor del lago, que algo le cuchicheaba al monte cercano y a la vieja casona,
que como una indeseada intrusa un día apareciera un poco más allá de las riveras.
Ni la noche ni el día, ni sus respectivas y aburridas horas regalaban algún cambio o transformación al
paisaje que acogía la casa de Jennifer, y una de aquellas noches de espera continua, ni la débil luz que alumbraba su estudio se vio, la casa entera también se llenó de oscuridad.
Por fin, una de las pocas huellas de actividad humana se había extinguido de aquel conjunto de soledades.
Jennifer abrigó en algún lugar de su atemorizada alma la esperanza que como una débil llama también se extinguía, de que en cualquier hora del día que una vez más renacía en las entrañas del lago, la vida volvería a tocar su puerta, y esta vez saldría presurosa a su encuentro, se aferraría a su tibia mano y estaría feliz de irse con ella, pero el sol salió por completo con su cara amarilla a darle color y vida a todo, como siempre, menos a ella, y los malditos pájaros volvían a hacer su fiesta de vuelos zigzagueantes y de chillidos escandalosos, las olas lamerían la pasividad de la eternamente dormida playa, como todos los días, como algunas noches también, algunos cangrejos salieron a inspeccionar las rocas de la orilla y su innata curiosidad los convirtieron en el almuerzo de un solitario coyote que ajeno a todo solo seguía su instinto de vida, si esa misma vida que Jennifer ignorara.
Ese día también se fue y otra noche vino, y así se sucedieron unos a otros sin provocar ningún cambio substancial a nada, hasta que llego el otoño, y mientras algunos árboles perdían sus hojas y sus nidos, otros solo las pintaban de un rojo intenso con tonos purpuras, los pájaros emigraron hacia el sur buscando las caricias de un sol que también se marchaba, después llego el invierno bárbaro a terminar con casi cualquier intento de vida, bañó de nieve blanca y de una pasmosa quietud lo poco que quedaba de aquel paisaje, y la vida ya nunca volvió, ahora si se había olvidado de tocar aquella muda y desolada puerta que amenazaba con permanecer cerrada por mucho tiempo, cuánto? Era imposible adivinar eso, tal vez estaría muy emparentado con la altiva eternidad.
Adentro Jennifer se había dado cuenta de su error, pero no sabía cómo lamentarse, repararlo era
imposible, como tampoco supo cómo reparar la vieja chimenea de su espaciosa sala, que solo quemo
soledad y aburrimiento, y en vez de generar calor y luz, solo inspiro indiferencia y frio, encima de la
estéril chimenea un hermoso y misterioso reloj, se quedaba sin saber que decían las horas, las cuales
nunca corrieron por él, la moderna y práctica cafetera dejo de impregnar la sala y la cocina con su
agradable aroma, la estufa dejo de rezar su azul plegaria que acostumbraba ciertas horas del día, y
mientras Jennifer se entretenía en conocer las otras siete habitaciones de la planta superior de su ahora eterna prisión, en revisar a detalle cada rasgo de las viejas fotografías y cuadros que adornaban las grises paredes que ya se poblaban de telarañas y recuerdos que ya a nadie le importarían, y en contar una y otra vez los peldaños de la escalera en caracol que subía o bajaba, afuera un jeep de modelo reciente se enmohecía sin remedio, y en la cercana y privada marina un excitante bote, se convertía en juguete preferido de las olas, y del viento, que implacables lo zarandeaban cada atardecer y cada noche.
el solitario coyote que siempre merodeaba la playa, y que desde lejos atisbaba la construcción humana, poco a poco fue perdiendo respeto por la misma, ahora osadamente buscaba la forma de penetrarla y explorarla.
Jennifer comprendió que la vida ya no volvería, y ella tampoco quería ir a ningún lado, hacía mucho
tiempo que había decidido habitar aquel espacio del mundo material, y ahora, aunque ella desconocía
su actual condición, también se quedaría, siempre fue amiga íntima de la soledad y ahora también lo
seria de la eternidad.
Pasaría mucho tiempo más antes de que la vida se presentara hasta la puerta olvidada y quizá ya un
poco destruida, pero una extraña sensación proveniente del interior de la semidestruida edificación, la
haría alejarse a prisa, para ya nunca más volver.
Y así hasta la eternidad Jennifer ignoro la vida.
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